Domingo 08 de enero del 2011
Con la reforma al artículo 24 constitucional, la pregunta no es si se está aniquilando al Estado laico, afirmación chocarrera y sin base; la cuestión de fondo es: ¿realmente se están ampliando los derechos en nuestro país?
El 15 de diciembre pasado amanecimos con la noticia de que los diputados habían aprobado una reforma al artículo 24 constitucional para reconocer plenamente el derecho fundamental de libertad religiosa, poniéndolo en consonancia con las declaraciones y pactos internacionales de derechos humanos. Se eliminaría, con esto, la obligación de pedir a la autoridad civil un permiso previo para celebrar actos de culto fuera de los templos.
Y hubo reacciones: ¡horror!, ¡horror!, exclamaron algunos diputados que vieron en esa disposición “el fin del Estado laico” y “la llegada de los curas al poder”. Otros cantaron simplemente su personal versión del danzón “Juárez no debió de morir”. En dos ocasiones fue tomada la tribuna de la Cámara de Diputados. Por un momento, imaginé a los supuestos defensores del Estado con la enjundia de quienes hacían lo mismo desde la URSS de Stalin o en Albania antes de la caída del Muro de Berlín.
Se dice que el concepto de libertad religiosa surgió después de la Reforma Protestante, en virtud de haberse roto la unidad religiosa de Occidente. Había que reconocer el derecho individual para escoger el credo religioso de acuerdo con la preferencia de cada persona. Posteriormente, se vio la necesidad del Estado laico para garantizar dicha libertad religiosa; sin embargo, no sería ese un tránsito fácil, particularmente en esto de precisar el concepto de Estado laico y fijar sus límites, sin afectar —¡oh contradicción!— la libertad religiosa. De aquí surgió el famoso diferendo liberalismo-conservadurismo, que llegó incluso al derramamiento de sangre, particularmente en nuestro país, que ha estado inmerso en tres guerras intestinas por tal motivo (Reforma, Intervención y Cristera).
El problema de la libertad religiosa no fue, ni ha sido nunca, fácil de resolver, sin embargo, pienso que después de la II Guerra Mundial, los países democráticos y la comunidad internacional han hecho un trabajo jurídico espléndido e intenso en el esclarecimiento del tema; tanto en el derecho comparado como en el derecho internacional de los derechos humanos encontramos ahora bases sólidas para resolver esta ardua cuestión. Pero, insisto, en México tenemos una carga histórica muy pesada que no se puede soslayar: después de los desaciertos de la Constitución de 1917 (que en aras de la paz pública y en total simulación, se optó por no aplicar los artículos antirreligiosos), la reforma constitucional de 1992 constituyó un muy buen esfuerzo para superar el resultante baturrillo legal-religioso (del que he opinado, contiene aún cinco obstáculos en nuestra legislación para que, en realidad, tengamos plena libertad religiosa en México).
El actual artículo 24 constitucional dice: “Todo hombre es libre para profesar la creencia religiosa que más le agrade y para practicar las ceremonias, devociones o actos de culto respectivo siempre que no constituyan un delito o falta penados por la ley”. Y en su párrafo tercero establece: “Los actos religiosos de culto público se celebrarán ordinariamente en los templos. Los que extraordinariamente se celebren fuera de éstos se sujetarán a la ley reglamentaria”.
En este sentido puede ser orientador el artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, paradigmática en el tema: “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como de manifestar su religión o su creencia, individual o colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”. Yo no sé si exista un complot de la comunidad internacional con el alto clero católico para acabar con el Estado laico, pero si nos atenemos a los decibeles alcanzados por algunos de nuestros agoreros legisladores, pareciera que el asunto no está libre de toda sospecha.
De acuerdo con un desplegado publicado por los diputados del PRI el sábado 17 del mismo mes, lo único que se cambió fue el párrafo primero del 24 para quedar: “Toda persona tiene derecho a la libertad de convicciones éticas, de conciencia y de religión, y a tener o adoptar, en su caso, la de su agrado. Esta libertad incluye el derecho de participar, individual o colectivamente, tanto en público como en privado, en las ceremonias, devociones o actos de culto respectivo, siempre que no constituyan un delito o falta penados por la ley. Nadie podrá utilizar los actos públicos de expresión de esta libertad con fines políticos, de proselitismo o de propaganda política”. Y para quienes tenían en temor, en grado de paroxismo, de que los curas pudieran cargarse al Estado laico, al decir misa en la calle sin permiso de la autoridad civil, los diputados dejaron en pie el párrafo tercero, aquel del permiso previo.
Con la redacción aprobada por los legisladores al párrafo primero, la pregunta no es si se está aniquilando al Estado laico, afirmación chocarrera y sin base; la cuestión de fondo es: ¿realmente se están ampliando las libertades y los derechos en nuestro país? (en este caso a la libertad de pensamiento, conciencia y religión).
Yo pienso que no. Las reformas al 24 constitucional son una muy mala e incompleta transcripción, en lenguaje barroco y sesgado, de la Declaración Universal, que no dan ningún valor agregado a la actual redacción. Y para colmo parece que tal modificación se hizo (dicho también barrocamente) con nocturnidad, es decir “en lo oscurito”.
Dudo mucho, en vista de lo anterior, que nuestro país esté preparado para entrar a una discusión objetiva, más seria y mejor documentada sobre el derecho fundamental de libertad religiosa y el Estado laico, más aún ahora que el tema se ha contaminado con los de la bioética (en los debates en esta materia, cuando no hay razones para rebatir, se dice que se atenta contra el Estado laico). Igual sucedió con todo lo que se dijo con motivo de esta mala decisión de los diputados.
Ahora que los senadores priistas están preocupados por ver qué van a resolver cuando les llegue la minuta de la Cámara de Diputados —ya han sido advertidos que si la aprueban serán acusados de cómplices de clero conservador, enterradores del Estado laico, y hasta de traidores a la Patria— , yo creo que comenzarán a considerar que el mejor camino posible será enviarla al “congelador”, sin ocuparse siquiera en dictaminarla, pues dicha propuesta de reforma no avanza en nada por lo que a derechos y libertades fundamentales se refiere.
En última instancia, como México es parte de la Convención Americana de Derechos Humanos, y en este punto no hay reserva o cláusula interpretativa, y de acuerdo con la redacción ahora vigente del artículo 1 de nuestra Constitución, dicha convención integra el “bloque de constitucionalidad” de nuestro país, por lo mismo tenemos que estar a lo que dispone el artículo 12 de dicha convención, que es una redacción infinitamente superior.
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*Profesor e investigador de la UNAM. Ex presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.
FUENTE:
http://impreso.milenio.com/node/9090364
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